Revista 80
Número 80

Vida perra

 

Nadie conocía su nombre, hay algunos a los que se les niega hasta eso, el nombre. Su destino estaba escrito antes de nacer. Condenado al maltrato, el abandono y el desprecio de su amo. Lo recuerdo cuando era apenas un cachorro, siguiendo al rebaño, moviendo torpemente ese cuerpo que no era más que un puro esqueleto cubierto con una piel sucia y llena de parásitos. Las ordenes de su amo a menudo se materializaban en pedradas, que no siempre conseguía esquivar: una lo dejó cojo para el resto de sus miserables días.

Cuando se vendió el rebaño el pastor lo abandonó a su suerte, qué mejor epílogo para una vida miserable que una muerte lenta por hambre. Durante unas semanas, meses quizá, esperó a la puerta de la que hasta entonces había sido su casa. No sentía rencor, el hambre era su único sentimiento. ¿Dónde estaba su amo? ¿y las ovejas? ¿por qué no encontraba su mendrugo de pan? hacía tanto tiempo que se marcharon… ¡seguro que ya estaban a punto de llegar! Algunas veces creía escuchar el tintineo de los cencerros y se levantaba torpemente. Ya no sentía hambre, solo frío y cansancio. Empapado por la lluvia y mordido por el viento esperaba, esperaba pacientemente su muerte junto al camino.

Por allí solían pasear los jubilados a los que esquivaba mientras les ladraba, cada día con menos fuerza. Había aprendido a desconfiar de los humanos, de los que solo había recibido maltrato,. Un día, unas mujeres le empezaron a llevar las sobras de la comida, luego le llevaron un recipiente con agua y acabaron haciéndole una sólida cabaña donde resguardarse de los elementos. Su desconfianza se fue tornando en cariño y gratitud. Poco a poco, la marca de sus huesos fue desapareciendo y su pelo fue cogiendo lustre hasta convertirse en un precioso mastín. Su ladrido dejó de ser amenazante para convertirse en un jovial saludo. Ya no huía de los paseantes, ahora se acercaba confiado, las piedras se habían convertido en caricias y nunca le faltaba agua ni comida.

Todo había cambiado, por un momento pensó que su destino podía ser distinto. Se equivocaba. Hace un año, mientras esperaba tumbado junto al camino, pasó por allí una mujer en bicicleta. No era del pueblo y no conocía al perro. Este salió a saludarla, ella se asustó y se cayó de la bicicleta. En un ataque de histeria llamó a la Guardia Civil alegando que había un perro agresivo abandonado. De nada sirvieron las súplicas de quienes lo cuidaban para que no se lo llevasen.

La ley es clara, los perros no pueden andar sueltos: da igual si son inofensivos, no importa si su amo los maltrata, es lo mismo si se pasan la vida atados a un poste, encerrados en un agujero o hacinados en una reala. La palabra de un cretino siempre tendrá más valor que la nobleza de un animal.

Rogelio Manzano Rozas

 
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