Nadie conocía su nombre, hay
algunos a los que se les niega hasta eso, el nombre. Su destino
estaba escrito antes de nacer. Condenado al maltrato, el abandono y
el desprecio de su amo. Lo recuerdo cuando era apenas un cachorro,
siguiendo al rebaño, moviendo torpemente ese cuerpo que no era más
que un puro esqueleto cubierto con una piel sucia y llena de
parásitos. Las ordenes de su amo a menudo se materializaban en
pedradas, que no siempre conseguía esquivar: una lo dejó cojo para
el resto de sus miserables días.
Cuando se vendió el rebaño el pastor lo abandonó a su suerte, qué
mejor epílogo para una vida miserable que una muerte lenta por
hambre. Durante unas semanas, meses quizá, esperó a la puerta de la
que hasta entonces había sido su casa. No sentía rencor, el hambre
era su único sentimiento. ¿Dónde estaba su amo? ¿y las ovejas? ¿por
qué no encontraba su mendrugo de pan? hacía tanto tiempo que se
marcharon… ¡seguro que ya estaban a punto de llegar! Algunas veces
creía escuchar el tintineo de los cencerros y se levantaba
torpemente. Ya no sentía hambre, solo frío y cansancio. Empapado
por la lluvia y mordido por el viento esperaba, esperaba
pacientemente su muerte junto al camino.
Por allí solían pasear los jubilados a los que esquivaba mientras
les ladraba, cada día con menos fuerza. Había aprendido a
desconfiar de los humanos, de los que solo había recibido
maltrato,. Un día, unas mujeres le empezaron a llevar las sobras de
la comida, luego le llevaron un recipiente con agua y acabaron
haciéndole una sólida cabaña donde resguardarse de los elementos.
Su desconfianza se fue tornando en cariño y gratitud. Poco a poco,
la marca de sus huesos fue desapareciendo y su pelo fue cogiendo
lustre hasta convertirse en un precioso mastín. Su ladrido dejó de
ser amenazante para convertirse en un jovial saludo. Ya no huía de
los paseantes, ahora se acercaba confiado, las piedras se habían
convertido en caricias y nunca le faltaba agua ni comida.
Todo había cambiado, por un momento pensó que su destino podía ser
distinto. Se equivocaba. Hace un año, mientras esperaba tumbado
junto al camino, pasó por allí una mujer en bicicleta. No era del
pueblo y no conocía al perro. Este salió a saludarla, ella se
asustó y se cayó de la bicicleta. En un ataque de histeria llamó a
la Guardia Civil alegando que había un perro agresivo abandonado.
De nada sirvieron las súplicas de quienes lo cuidaban para que no
se lo llevasen.
La ley es clara, los perros no pueden andar sueltos: da igual si
son inofensivos, no importa si su amo los maltrata, es lo mismo si
se pasan la vida atados a un poste, encerrados en un agujero o
hacinados en una reala. La palabra de un cretino siempre tendrá más
valor que la nobleza de un animal.
Rogelio Manzano Rozas