Desde al menos el último tercio del siglo XIX, los
alemanes estaban a la cabeza del mundo en industria química. Uno de
los más famosos químicos germanos, el judío Fritz Haber obtuvo el
Premio Nobel de Química del año 1918 por su desarrollo de la
síntesis del amoniaco, un avance de capital importancia para la
fabricación de fertilizantes. Alguna vez se ha dicho que
desde entonces su descubrimiento ha salvado de la inanición a
millones de personas.
Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, Haber puso sus
conocimientos a disposición de su patria alemana. «En tiempo de
paz, el científico pertenece a la humanidad -decía-, pero en tiempo
de guerra pertenece a su país».
La industria química alemana producía grandes cantidades de cloro,
subproducto de la fabricación de pinturas. Ese cloro podía
transformarse en un arma letal si se hacía llegar en forma de nube
a la trinchera enemiga. Haber y otros científicos alemanes
recibieron el encargo de transformarlo en un arma que podía
decidir, eso pensaban, el destino de la guerra.
El empleo del dicloro y de otros gases asfixiantes por parte de
los dos bandos (aunque los primeros fueron los alemanes) se probó
un arma terrible, aunque no decisiva.
La esposa de Haber, Clara Immerwahr, también química famosa,
objetaba del empleo del gas como arma de guerra. La idea de que
cientos de soldados afectados murieran ahogados por las mucosidades
que el gas les provocaba en los pulmones le resultaba insoportable.
Abrumada por el sentimiento de culpa, se suicidó disparándose una
bala en el corazón.
Después de la guerra, Fritz Haber reincidió en el matrimonio y
continuó trabajando en la industria química. Su más notable
creación fue el insecticida Zyklón A que acabó con las plagas de
roedores en los almacenes de grano. En 1933, cuando los nazis
llegaron al poder, intentaron que Haber trabajara para ellos, pero
él, en su condición de judío, prefirió exiliarse. Paradójicamente
una versión mejorada de su insecticida, el Zyclón B, se usó en las
cámaras de gas de los campos de exterminio para eliminar a
seis millones de judíos.
El hedor a carne descompuesta característico de las trincheras se percibía mucho antes de llegar al frente y lo impregnaba todo (incluso las cartas que los soldados escribían a sus novias y familiares). Era el producto de decenas de miles de cuerpos de soldados que las granizadas de obuses desenterraban, despedazaban y mezclaban con la tierra. A menudo trozos de esos cadáveres removidos por las explosiones actuaban como metralla de manera que no era extraño que un soldado resultara herido por esquirlas de hueso.
La abundancia de carne descompuesta atraía a las ratas y permitía que su población se multiplicara con el consiguiente riesgo de propagación de las enfermedades asociadas al roedor. Incluso se dieron casos de heridos aislados en tierra de nadie que eran devorados por las ratas.
España, siempre con el paso cambiado respecto a Europa (algunas veces para bien) no participó en la Gran Guerra, pero eso no quiere decir que no sintiera sus efectos. Los españoles se dividieron en dos equipos, aliadófilos y germanófilos, que se hacían una guerra incruenta en los cafés, aunque a veces algunos llegaban a las manos.
A Fuerte del Rey, bello pueblecito de 700 vecinos en la campiña de Jaén, llegaban varios periódicos con los que las fuerzas vivas de la localidad (alcalde, cura, médico, maestro y boticario) seguían las noticias de la guerra. De vez en cuando los papeles se referían a los espías que las potencias en conflicto mantenían en la neutral España, especialmente en Madrid, al amparo de las embajadas.
Un buen día, o malo, según se mire, se presentó en el pueblo el académico Enrique Romero de Torres, hermano de Julio, el famoso pintor cordobés. Don Enrique, que había sido comisionado por el Ministerio de Instrucción Pública para realizar el catálogo artístico de la provincia de Jaén, llevaba consigo una voluminosa máquina de retratar con la que iba tomando placas de los monumentos en los pueblos que visitaba. Acompañado, y estorbado, por abundante chiquillería el académico armó el artilugio delante de la iglesia del pueblo al objeto de tomar una placa de su portada. Se disponía a hacerlo cuando el alguacil municipal lo detuvo y le confiscó el aparato por razonables recelos de que fuera un espía alemán dado que se tocaba con una sospechosa gorra con dos viseras, una delante y otra detrás (la típica gorra campestre inglesa de Sherlock Holmes).
El académico hubo de aguardar en el calabozo municipal hasta que una oportuna consulta a la diputación de Jaén deshizo el entuerto y fue puesto en libertad. (La noticia del incidente apareció en el 'Diario de Córdoba' del 19 de noviembre de 1914).