Este es un pueblo de transición entre la serranía y la campiña de Guadalajara, en sus calles se mezclan ejemplos de construcciones típicas de ambas comarcas. A un kilómetro se encuentra el enorme embalse de Alcorlo, que retiene las aguas del río Bornova.
Los martes por la mañana el médico pasa consulta en una sala en el edificio del ayuntamiento. La mayoría de los vecinos son jubilados y la visita del doctor les sirve para comentar los achaques propios de la edad y los chascarrillos del pueblo. Todos salen de la consulta con un puñado de recetas para aliviar sus males. Entre todos destaca Miguel, un hombre de mediana edad con la cara ennegrecida por el sol. Miguel deambula sin rumbo con una radio en el bolsillo de la chaqueta: mientras escucha las noticias masculla su indignación con los corruptos y da ideas de lo que él haría con esa calaña. Nadie le presta atención mientras sigue con su perorata.
Los vecinos de este pueblo son amables y curiosos. Dos mujeres se
ofrecen a enseñarme la iglesia y la ermita del pueblo. Comentan que
para arreglar ambos edificios hicieron rifas y sorteos para
recaudar dinero ya que ni el obispado ni el Ayuntamiento disponen
de fondos. La próxima obra que quieren acometer es sustituir las
escaleras que llevan a la ermita y al cementerio por una rampa,
para que puedan subir los coches: la razón es que los que quedan en
el pueblo son tan pocos y tan mayores que apenas pueden subir las
escaleras con el féretro. También necesitan ampliar el cementerio,
que se ha ido quedando pequeño a la vez que el pueblo se les
quedaba grande.
La iglesia parroquial está dedicada a San Andrés, el edificio ha
sido restaurado recientemente y llama la atención la ausencia del
retablo mayor. Me cuentan que, hace no muchos años, unos
carpinteros convencieron al anciano párroco para que les dejase
llevárselo con el fin de restaurarlo. El bueno del cura, confiado,
accedió de buena fe y el retablo nunca regresó a la iglesia.
Pero si hay algo de lo que todos los vecinos hablan con cariño y
nostalgia es del enorme árbol que había en la plaza, junto a la
iglesia, conocido por todos como «La olma». Cuentan que se
necesitaban seis personas para abrazar su tronco y que sus ramas
competían en altura con la espadaña de la iglesia. Bajo su sombra y
cobijo crecieron muchas generaciones que ahora, ya desaparecida, la
echan de menos.
En el caserío de San Andrés de Congosto se alternan las construcciones modernas con las antiguas, y con alguna que otra en estado ruinoso; sin embargo, el conjunto transmite armonía y sencillez. La mayoría de las construcciones están levantadas con muros de adobe o tosca mampostería. El carácter de su arquitectura nos revela que esta es una zona de transición entre las campiñas y la serranía.
El pueblo tiene dos fuentes: la más notoria es la que se encuentra
en la plaza junto al ayuntamiento, tiene un pilón redondo donde
nadan tranquilas algunas carpas de colores y, en el centro, un
pilar de piedra con un caño de donde mana agua continuamente. La
otra fuente es más pequeña y se encuentra en la calle Cambrija. Un
letrero informa que el agua no es potable, pero parece que nadie le
hace mucho caso.
San Andrés del Congosto se encuentra situado en el valle del río
Bornova. En los alrededores del pueblo encontramos lugares de gran
belleza. La calle Cambrija discurre junto al cauce del Bornova y
nos lleva hasta el enorme muro de la presa de Alcorlo. Este pantano
se construyó en 1978, tiene una capacidad de 180 hm3 y ocupa una
superficie de 599 ha. Su principal función es el abastecimiento y
el riego y no cuenta con infraestructura para producir
electricidad.
Antes de llegar al estrecho desfiladero donde se encuentra el
dique de la presa existe un puente romano de un solo ojo que casi
pasa desapercibido al estar totalmente rodeado por una tupida
vegetación. Sobre un risco próximo se levantan los restos de lo que
fue una torre vigía árabe que, en estratégica situación, controlaba
el paso por el desfiladero. Los dueños del castillo de Corlo, del
s. XV y al cual pertenecía la Torre vigía, usaban el puente
como punto para cobrar impuestos a las personas que lo atravesaban
con mercancías o ganado. Los lugareños conocen a este paraje como
el congosto.
A ambos lados de este desfiladero existe un complejo de cuevas
realmente sorprendente: la más grande de todas es conocida como
cueva del murciélago ya que en su interior habita una colonia de
estos delicados animales. La colonia ha estado a punto de
desaparecer, pero gracias a la protección que ha recibido en los
últimos años se recupera lentamente. En esta cueva se han hallado
restos arqueológicos del Paleolítico y en Neolítico. La estructura
del recinto es compleja y consta de numerosos pasadizos y galerías,
el suelo está encharcado y hay que tener mucho cuidado para no
resbalar. El acceso es difícil y, desde luego, no es una excursión
para ir con niños o personas que no estén en forma.
Mucho más accesible es el espacio que hay junto al río Bornova, al
lado de la ermita, una amplia pradera rodeada de chopos con bancos
y mesas donde disfrutar de la tranquilidad del idílico entorno.
Este es el lugar preferido por los vecinos para pasear y
relajarse.
San Andrés del Congosto perteneció desde los siglos de la Baja
Edad Media a la Tierra de Atienza, que mantuvo litigio con la de
Cogolludo por la posesión de este enclave, estratégicamente muy
importante pues anejo a él existía un castillo que controlaba el
paso de las gentes por el valle del Bornoba. Pasó luego a
pertenecer al Común de Villa y Tierra de Jadraque, en el sesmo del
río Bornova, y posteriormente, con todo el dicho Común, fue acogido
en el título de Condado del Cid y perteneció a la casa de Mendoza,
duques del Infantado, hasta el siglo XIX.