Desde hace algún tiempo vengo observando
una creciente censura por parte de un sector de la sociedad,
que haciendo gala de una supuesta superioridad moral se cree
legitimada para negar el derecho de expresarse a cualquiera cuyas
ideas les hagan sentirse incómodos. Se está creando una cultura en
la que hay que pensárselo dos veces antes de abrir la boca.
Un claro ejemplo de esta intolerancia son las redes sociales,
donde cualquiera que exponga una opinión diferente a la ortodoxia
del grupo es crucificado e invitado a largarse a otro grupo más
afín. Haciendo gala de un pensamiento supuestamente progresista una
parte de la sociedad ha caído en una dinámica claramente
reaccionaria con un preocupante tinte de infantilismo.
Los menores de 40 años, especialmente quienes han tenido la suerte
de ir a la universidad, pertenecen a una generación mimada. Los
padres de estos privilegiados se han esforzado para no herir los
sentimientos de sus hijos, para protegerles de lo duro y feo de la
vida. Quién no ha escuchado de labios de un padre la famosa frase:
«No quiero que a mi hijo le falte de nada» o lo que es lo mismo:
mis hijos van a tener todos los caprichos.
El resultado de esta condescendencia es una generación de
adolescentes y jóvenes psicológicamente delicados que aprecian
ofensas donde sus padres y abuelos no se las hubieran imaginado.
Antes se censuraban los comportamientos reaccionarios y se
etiquetaba de fascistas a quienes defendían posturas intolerantes.
Para bien o para mal, lo hacían desde un razonamiento político. Una
parte de la sociedad hoy sigue usando la palabra «fascista» como
insulto, pero ya no dentro de un contexto político, sino sobre la
base de lo que siente. Para los cachorros de la progresía un
fascista es todo aquel que no piensa como ellos, cualquiera que
saque los pies del tiesto de lo políticamente correcto, de esta
apabullante uniformidad impuesta desde los medios de comunicación y
las redes sociales.
Hemos llegado a un punto donde se ha perdido la capacidad de
diálogo, hoy los prejuicios importan más que las ideas. La gente no
escucha, no quiere escuchar lo que no gusta y sistemáticamente se
desprecia la opinión de los otros. Lo veo todos los días en las
tertulias de televisión, en el congreso de los diputados, en las
redes sociales, en la barra del bar… No hay diálogo, solo monólogos
repetidos una y otra vez como una letanía.
Hace veinte años la libertad de expresión era un bien sagrado, un
derecho por el cual muchos dieron su vida. Hoy hablar con libertad
supone un riesgo de exclusión social. A los adversarios no se les
combate negándoles la palabra, sino escuchando y aportando
argumentos.
Rogelio Manzano Rozas