Revista 104
Número 104

La nueva censura


Desde hace algún tiempo vengo observando una creciente censura por parte de un sector de la sociedad, que haciendo gala de una supuesta superioridad moral se cree legitimada para negar el derecho de expresarse a cualquiera cuyas ideas les hagan sentirse incómodos. Se está creando una cultura en la que hay que pensárselo dos veces antes de abrir la boca.

Un claro ejemplo de esta intolerancia son las redes sociales, donde cualquiera que exponga una opinión diferente a la ortodoxia del grupo es crucificado e invitado a largarse a otro grupo más afín. Haciendo gala de un pensamiento supuestamente progresista una parte de la sociedad ha caído en una dinámica claramente reaccionaria con un preocupante tinte de infantilismo.

Los menores de 40 años, especialmente quienes han tenido la suerte de ir a la universidad, pertenecen a una generación mimada. Los padres de estos privilegiados se han esforzado para no herir los sentimientos de sus hijos, para protegerles de lo duro y feo de la vida. Quién no ha escuchado de labios de un padre la famosa frase: «No quiero que a mi hijo le falte de nada» o lo que es lo mismo: mis hijos van a tener todos los caprichos.

El resultado de esta condescendencia es una generación de adolescentes y jóvenes psicológicamente delicados que aprecian ofensas donde sus padres y abuelos no se las hubieran imaginado. Antes se censuraban los comportamientos reaccionarios y se etiquetaba de fascistas a quienes defendían posturas intolerantes. Para bien o para mal, lo hacían desde un razonamiento político. Una parte de la sociedad hoy sigue usando la palabra «fascista» como insulto, pero ya no dentro de un contexto político, sino sobre la base de lo que siente. Para los cachorros de la progresía un fascista es todo aquel que no piensa como ellos, cualquiera que saque los pies del tiesto de lo políticamente correcto, de esta apabullante uniformidad impuesta desde los medios de comunicación y las redes sociales.

Hemos llegado a un punto donde se ha perdido la capacidad de diálogo, hoy los prejuicios importan más que las ideas. La gente no escucha, no quiere escuchar lo que no gusta y sistemáticamente se desprecia la opinión de los otros. Lo veo todos los días en las tertulias de televisión, en el congreso de los diputados, en las redes sociales, en la barra del bar… No hay diálogo, solo monólogos repetidos una y otra vez como una letanía.

Hace veinte años la libertad de expresión era un bien sagrado, un derecho por el cual muchos dieron su vida. Hoy hablar con libertad supone un riesgo de exclusión social. A los adversarios no se les combate negándoles la palabra, sino escuchando y aportando argumentos.

 

Rogelio Manzano Rozas

 
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