No puedo evitarlo, soy un nostálgico
empedernido. Cuando llegan las fiestas siempre me acuerdo de
los que ya no están con nosotros; en Navidad me acuerdo de mis
familiares fallecidos y en las fiestas patronales me acuerdo de los
amigos que se fueron.
Todos conocemos o hemos conocido, a lo largo de nuestra vida, a
personas que han vivido con una pasión e intensidad muy superior al
resto de los mortales. Personas que, a pesar del paso de los años,
siempre fueron jóvenes. A veces, tanta energía nos hacía echarles
de más: quizás por eso ahora los echamos tanto de menos.
Para las personas que se quieren comer el mundo, no es fácil vivir
en un pueblo pequeño. La sociedad no tolera a los rebeldes que no
aceptan «sentar la cabeza» aunque tengan ochenta años. La
marginación y la soledad suelen ser el precio a pagar por ser
diferentes.
Cuando hablo con mis amigos de la infancia coincidimos en que lo
mejor que nos ha pasado ha sido criarnos en un pueblo pequeño. Los
veranos eran la época más feliz del año y las fiestas eran la
guinda de la temporada. Cuántos excesos, cuántas risas.
Las fiestas patronales eran el punto de encuentro de todos los
frikis de la comarca. Nos reconocíamos inmediatamente, no importaba
de donde fueras, sino como eras. Cuando veo a los jóvenes de hoy
enganchados al móvil echo de menos la singularidad y rebeldía de
otros tiempos.
Mis amigos ausentes vivieron deprisa, murieron jóvenes y en
nuestra memoria siempre serán unos eternos adolescentes, pícaros e
ingenuos. Me pregunto qué hubiera sido de ellos si su vida no se
hubiese cortado y siempre llego a la misma conclusión: serían igual
que antes, los mismos de siempre. Lo auténtico no se pierde con los
años y, aunque el cuerpo se gaste, el espíritu se mantiene siempre
por encima del espacio, el tiempo y el silencio.
Rogelio Manzano Rozas