En este artículo analizamos las repoblaciones realizadas en la cuenca hidrográfica del embalse de Beleña de Sorbe (Alto Sorbe), un espacio de 46.930 ha situado en la vertiente meridional de la sierra de Ayllón, en el extremo noroccidental de la provincia de Guadalajara, donde las repoblaciones ocupan 15.208 ha, el 33 % de la superficie de la cuenca.
De las actuaciones desarrolladas por las administraciones españolas, las repoblaciones forestales se encuentran entre aquellas que en mayor medida configuran y modifican el paisaje de las áreas de montaña. Sus repercusiones territoriales y la envergadura de la intervención pública no se han visto acompañadas de un interés científico paralelo que permita realizar una valoración global de sus implicaciones, tan numerosas como diversas.
La AF (Administración Forestal) quiso reforestar con coníferas algunos espacios del Alto Sorbe desde su misma creación en el último tercio del siglo XIX. No obstante, hasta 1943 no se redacta el primer documento (Memoria de reconocimiento general de la cuenca de río Sorbe), que tiene como fin emprender la restauración forestal del ámbito en estudio. La Memoria de 1943 concluye que, aguas arriba del pueblo de Muriel, es decir, en la totalidad del Alto Sorbe, «es preciso emprender la repoblación general de la cuenca». Se trata de una conclusión en extremo general, al no precisarse las zonas que preferentemente deben ser repobladas ni sugerirse siquiera las especies a utilizar. Únicamente se propone la reforestación.
Cualquier ocupación del suelo que no sea la masa forestal es
considerada «inapropiada para el cultivo agrícola». Así, en el
conjunto del documento de 1943 prácticamente no se hace referencia
a los aprovechamientos agrícolas del territorio, aunque se advierte
que, a la hora de realizar las repoblaciones, se debe considerar el
«detalle» de la existencia de zonas cultivadas alrededor de los
pueblos.
En un primer momento, la administración enfoca sus esfuerzos en la
organización de los disfrutes vecinales para «el control de los
aprovechamientos, ordenar las cortas en cuantías y localización,
regularizar el pastoreo, impedir los aprovechamientos
fraudulentos». A partir de 1940 la administración adopta objetivos
más ambiciosos y, frente a la labor de conservación desarrollada
hasta la fecha, se emprende la reconstrucción de la cubierta
arbolada.
Los técnicos, para justificar sus planes de repoblación forestal,
argumentan tres razones:
La primera es la pobreza de los moradores de estas sierras:
aventuran que será imposible conservar la riqueza forestal si no se
desarrollan «industrias fabriles» que reduzcan la dependencia
económica de los vecinos de los aprovechamientos forestales.
Es preciso destacar que, a partir de la creación del Patrimonio
Forestal del Estado, la intervención pública deja de estar limitada
a los montes de utilidad pública y se extiende, mediante consorcios
y declaraciones de perímetros de repoblación obligatoria, al
conjunto de los espacios forestales del país (anteriormente ya se
disponía de esta capacidad aunque solo a partir de 1940 comenzó a
ejercerse de forma masiva).
El segundo argumento que repiten los técnicos es el
hidrológico-forestal, según el cual resulta imprescindible
emprender la repoblación de las cabeceras de los ríos con el fin de
evitar la erosión y reducir el trasvase de las lluvias torrenciales
a los caudales fluviales. De esta forma, se conseguiría disminuir
las puntas de las crecidas y, por tanto, sus consecuencias sobre la
población y las actividades establecidas en las llanuras de
inundación, contribuyendo al tiempo a reducir la carga sólida de
las aguas e incrementando la vida útil de los embalses. La relación
política hidráulica-política forestal es, en este sentido, muy
estrecha, quizá no tanto porque los responsables de la primera
consideren imprescindible repoblar las cuencas de recepción de los
embalses, sino porque la administración forestal encuentra plena
justificación a sus fines.
Así, en el Alto Sorbe, como antes en la limítrofe cuenca alta del
Jarama, y en otras muchas zonas del país, las plantaciones
discurren de forma paralela a los estudios de regulación de los
caudales; en este caso del Sorbe para su uso en el abastecimiento,
primero a Madrid, y después también a Guadalajara y el Corredor del
Henares. Los caudales de la cuenca alta del Jarama fueron regulados
por el embalse de El Vado, mientras en la del Sorbe se
desarrollaron, en la primera mitad del siglo, varios estudios para
su represamiento.
Finalmente, el tercero de los argumentos aportados para emprender
las repoblaciones, y quizá el menos empleado en la zona, es el
productivo, que considera la creación de masas forestales una
alternativa rentable para la actividad económica de las comarcas de
montaña, aunque se reconoce que deberán esperarse muchos años para
que tal actividad reporte beneficios directos a sus habitantes.
A mediados del siglo XX se podían diferenciar tres tipos de propiedades forestales en el Alto Sorbe: los montes de utilidad pública (UP), los pertenecientes a las sociedades de vecinos y los estrictamente privados.
Los montes societarios alcanzaron una gran relevancia superficial,
constituyéndose sociedades en la práctica totalidad de los
municipios de la zona. Los espacios forestales tenían una
importancia capital para el funcionamiento de las comunidades
locales de un área de montaña como la que nos ocupa. En ellos se
encontraban los pastos, eran fuente de maderas y leñas para
carboneo y uso doméstico e incluso de cosechas de grano.
Entre todos los disfrutes, la ganadería era la actividad de mayor
importancia, ya que los condicionantes de relieve y clima
restringían la superficie potencialmente agrícola. En los montes de
UP, los pastos eran aprovechados por los vecinos de los pueblos
pues, pese a que anualmente salían a subasta, lo más habitual era
que uno de los vecinos, obrando en nombre del conjunto de los
ganaderos, acudiese a la puja y repartiera posteriormente la carga
entre todos.
La pobreza del suelo provocaba que solo se cultivasen,
generalmente con centeno, durante uno o dos años, luego el matorral
recolonizaba la parcela hasta que, transcurridos entre diez y
quince años según el potencial productivo de las parcelas, volvían
a ser rozadas.
El ingeniero Carlos Castel describía así el paisaje de la zona en
1873: «abundancia, y dominio, exclusivo en ciertos puntos, de la
jara y la estepa, (...) acompañando a estas especies, el brezo
(...) los enebros, la aliaga, la gayuba y otras menos importantes o
más escasas». Asimismo, destaca la presencia de una extensa masa de
pino albar «que abraza desde Somolinos a Cantalojas (...) midiendo
10.000 hectáreas aproximadamente». Su estado de conservación no es
muy halagüeño debido a los grandes claros producidos por incendios,
escasa repoblación joven, y marcada desigualdad en la espesura. Las
zonas pobladas de roble, pese a ocupar una superficie
significativa, se hallan en «mediano estado y no llegan a
constituir verdaderas masas, sino rodales unidos entre sí por otras
porciones de monte, donde los árboles están claros».
El mantenimiento de las rozas da cuenta de unos montes todavía
aprovechados intensamente por las comunidades locales pese a que la
población total del Alto Sorbe se había reducido notablemente desde
principios de siglo, pasando de 6.382 habitantes en 1900 a los
4.953 de 1950, lo cual representa un descenso de más del 22 %. La
dinámica demográfica de la zona muestra una paulatina reducción de
la población desde 1900 hasta 1940 y un ligero repunte en 1950.
La primera repoblación de la zona del Alto Sorbe se efectuó en 1948, cuando se completó una plantación de 41 ha por el método de ahoyado manual en el Robledal de la Sierra. Durante los primeros años se repoblaron pequeñas superficies y no fue hasta 1957 cuando comenzaron a repoblarse más de 500 ha por año. En todo caso, el ritmo repoblador fue en estos años lento en relación con la década de los setenta, cuando la extensión repoblada en un año superó las 2.620 ha.
Las primeras repoblaciones realizadas en el Alto Sorbe utilizaron
el procedimiento de ahoyado manual (hoyos), técnica que incluía el
desbroce o descepe del matorral que, según los proyectos de
repoblación consultados, se realizaba mediante una roza o quema y
posterior arranque. Una vez realizada la roza se efectuaba la
apertura manual de hoyos, con una densidad de 2.000 hoyos/ha, y,
finalmente, se hacía la plantación colocándose, en muchas
ocasiones, dos plantas por hoyo con el fin de prever marras, lo
cual eleva la densidad de plantación a los 4.000 pies/ha. A finales
de la década de los cincuenta se introducen las banquetas de
tracción animal, técnica utilizada durante, al menos, otros diez
años. Incluye el laboreo de banquetas de una anchura mínima de un
metro, conformadas por cuatro pasadas paralelas de los bueyes con
un arado. El matorral que quedaba tras pasar los bueyes era
posteriormente limpiado a mano, realizándose la plantación con una
máquina plantadora y una densidad de 2.000 golpes de plantación por
hectárea.
A partir de finales de los sesenta las banquetas de tracción
animal fueron sustituidas por el aterrazado con subsolado, o
aterrazado con explanadora, en sus diferentes variantes, en las que
se sustituye el arado tirado por bueyes por la plantación con
maquinaria pesada, previo paso de un arado con rejón que llega a
conformar terrazas de tres metros de anchura. El avance de las
técnicas incrementó también la capacidad de modificar la vegetación
y las condiciones topográficas y edáficas de los montes que se
repoblaban, desde la simple construcción de hoyos hasta el
subsolado y el trazado de terrazas.
Con independencia de los diferentes métodos de repoblación
aplicados, únicamente se utilizaron especies del género pinus: P.
Sylvestris para las zonas de más de 1.300 m de altitud y el P.
Pinaster para las pocas áreas de menores alturas. La documentación
de la AF consultada, pese a que es casi siempre extremadamente
minuciosa, no suele aportar argumentos para justificar la
elección.
Se asignaban los trabajos de repoblación al Servicio Forestal,
repartiéndose los posibles beneficios de la explotación del monte
en un porcentaje variable, pero que en el ámbito de estudio oscila
entre un 60,% y un 65,% para Patrimonio y un 35 o 40,% para el
propietario del monte.
Los consorcios se suscriben en la década de los cincuenta, momento
en el que, pese a la notable reducción de población ocurrida desde
comienzos de siglo, la zona continúa estando densamente poblada. Se
mantienen los usos forestales tradicionales en toda su intensidad,
con muy pocos cambios respecto a los que se venían ejerciendo desde
principios de siglo.
La falta de rigor en determinar los propietarios forestales se
complementa con una clara oposición de los habitantes de la zona a
aceptar las limitaciones en los aprovechamientos derivadas de las
repoblaciones, tal y como lo demuestra la existencia de protestas
vecinales, explícitas y vehementes, en la mayor parte de los
espacios consorciados. En las quejas de los vecinos se refleja
tanto la importancia de la ganadería para el sostenimiento de las
economías familiares como su resistencia a aceptar las imposiciones
del Distrito Forestal. La contestación de los responsables del
Patrimonio reafirma la oposición activa de los vecinos al
desarrollo de las plantaciones: «han de señalarse los constantes
impedimentos que se vienen poniendo a los trabajos de repoblación y
auxiliares».
Se produce una reducción muy relevante de la carga ganadera, lo
cual podría indicar una vinculación entre reducción de la cabaña y
repoblaciones.
Las repoblaciones del período 1950-1970 coinciden con una fuerte
emigración en la totalidad de los municipios del Alto Sorbe, que
pierden un 54 % de sus habitantes en este período.
En 1968 el Servicio Hidrológico-Forestal de Guadalajara redacta una nueva Memoria de reconocimiento de la cuenca del Sorbe, con el fin de revisar su estado. Su principal conclusión vuelve a ser que es preciso repoblar la mayor parte de la zona; concretamente se propone actuar sobre 12.804 ha, lo que supone el 27 % de la extensión de la cuenca.
Pese a la coincidencia argumental con documentos precedentes, la
Memoria de 1968 es el inicio de un sustancial cambio en la forma de
actuar de la AF en el Alto Sorbe. Se modifica en primer lugar la
estrategia de consorciar pequeños sectores de los montes vecinales
y se pone en marcha otra, que tiene como objetivo adquirir el
conjunto de los espacios potencialmente forestales drenados por el
Sorbe. Como resultado de ello, el cambio patrimonial desencadenado
por las repoblaciones pasó de afectar a determinadas áreas de monte
de aprovechamiento colectivo, entre 1947 y 1967, a extenderse a la
totalidad de los espacios forestales de varios términos municipales
e, incluso, a varios municipios completos. De hecho, entre 1968 y
1979 el ICONA compró la totalidad de los terrenos de los antiguos
municipios de Muriel, Jócar, Umbralejo, y un porcentaje muy
significativo de la extensión de los de Almiruete, Palancares,
Monasterio y Cantalojas.
Los cambios patrimoniales iban acompañados de la desaparición de
determinados asentamientos de población, e incluso de la necesidad
de desplazar un contingente importante de habitantes en algunos
términos municipales, procesos que son aceptados por la
administración como una más de las consecuencias de la
intervención. Ello que aclara, por una parte, lo ambicioso del
proyecto repoblador y, por otra, da cuenta de la escasa importancia
otorgada a la población local y a la vertebración territorial en el
proyecto hidrológico forestal. Así, la misma Memoria de 1968
reconoce que la amplia superficie a repoblar exigirá prohibir todos
los usos agrícolas y ganaderos de varias entidades de población, lo
cual impediría que pueblos como Palancares, Santotís y Umbralejo
pudieran subsistir, pues no quedarían campos de cultivo o
pastizales suficientes para que sus habitantes tuvieran la
posibilidad de continuar practicando los aprovechamientos
tradicionales.
Adicionalmente, las referencias disponibles desmienten también el
supuesto consenso de las comunidades locales para efectuar las
ventas y reflejan posturas divergentes entre los moradores de la
zona respecto de la intervención pública. Así, se ha podido
confirmar que en algunos casos, como Jócar, Almiruete y Semillas,
fueron una parte de los antiguos habitantes del pueblo,
establecidos ya fuera de la región o que habían tomado ya la
decisión de emigrar, los que llevaron las negociaciones con la AF.
Esta postura fue generalmente mayoritaria y se apoyaba en la fuerte
necesidad de recursos económicos de una población que debía
instalarse en ámbitos urbanos con las inversiones que ello
implicaba. En palabras de uno de los afectados, los fondos
recibidos por las expropiaciones (siempre calificados de muy
escasos) permitieron a las familias afrontar el pago de la entrada
y el primer plazo de la hipoteca del piso en Madrid.
La intervención de la administración era contemplada, en este
sentido, como una ayuda para los ya residentes en la capital y su
área metropolitana, mientras para los que todavía permanecían en el
Alto Sorbe tan solo fue un elemento que ayudaba a llevar a cabo una
decisión ya tomada.
El resultado final del proceso fue el abandono total de varios
núcleos de población, ya que además de los terrenos a repoblar, en
el caso de Jócar, Umbralejo y Santotís, los vecinos vendieron al
ICONA el propio núcleo urbano, de forma que la compra supuso la
despoblación total de los pueblos. En Jócar, la actuación de la
administración llevó al derribo de las edificaciones del poblado,
mientras Umbralejo fue reconstruido por el Ministerio de Cultura
dentro del programa de recuperación de pueblos abandonados y
Santotís permanece deshabitado. La venta o expropiación de las
viviendas desvinculaba por tanto, de forma definitiva, a los
vecinos de estos antiguos pueblos y ha impedido que los mismos
emigrantes, años después, o las siguientes generaciones, retornen a
la zona y puedan recuperar las viviendas como segunda residencia.
Esto se convierte en uno de los elementos que conserva viva
actualmente la irritación por la labor de la AF y crea agravios con
los moradores de pueblos como Almiruete o Palancares, que no
enajenaron las viviendas manteniendo así, en cierta medida, una
herida abierta por un proceso cerrado hace varias décadas.