Revista 62
Número 62

La corrupción

 

No se puede entender esta crisis sin uno de sus ingredientes básicos; la corrupción. Esta enfermedad moral afecta a todos los sectores y estamentos de la sociedad. Todo el mundo tiene un precio, pero no todos se venden por dinero. La imagen del corrupto aceptando un maletín lleno de billetes es un tópico. Las motivaciones de los corruptos van más allá de lo económico: el oportunismo, el trato ventajoso para él o su familia, obtener información privilegiada, etc. Cualquier tipo de corrupción es deplorable, pero sin duda la que afecta a instituciones del Estado o a la justicia en los sistemas democráticos es la más reprobable. La corrupción institucional genera injusticia y desigualdad entre los ciudadanos y, sobre todo, provoca desconfianza hacia las propias instituciones que tienen la obligación de perseguir las prácticas corruptas y no lo hacen. Los ciudadanos, ante la impunidad de quienes cometen estas prácticas, empiezan a pensar que el sistema entero está podrido.

 

La corrupción política, motivada por intereses económicos, nos está llevando a una privatización del Estado en la que los gestores de los servicios públicos pasan a ser sus «dueños». De un tiempo a esta parte, está tomando fuerza el concepto de patrimonialización de los servicios públicos, que hemos pagado los contribuyentes, en detrimento de la idea democrática de atención al ciudadano. Desde los medios de comunicación afines al poder, los políticos se esfuerzan en convencernos de que esta destrucción de los servicios públicos es inocua o incluso beneficiosa para todos. Si la sociedad no traga, salen con la cantinela de que es la única manera de arreglar las cosas, que se actúa así para hacer viable el sistema. En fin, no deja de ser una paradoja que para salvar el Estado de bienestar haya que desmontarlo, venderlo a precio de saldo y luego cobrarnos por unos servicios que ya hemos pagado.

 

Existe la opinión, más o menos generalizada, de que ciertas dosis de corrupción son necesarias para sostener el esquema de partidos políticos. Nadie debería olvidar que son los bancos y los grandes grupos empresariales quienes financian los grandes partidos, así que no es de extrañar que, cuando sus pupilos llegan al poder, quieran cobrar con intereses su apoyo a tal o a cual partido o dirigente político.

Llama la atención que dos expresidentes como Felipe González y José María Aznar, tan aparentemente distintos y distantes en sus ideas políticas, ahora trabajen para grandes compañías energéticas y cobren sueldos estratosféricos. Mientras tanto, el importe de la factura de la luz o el gas se ha duplicado en dos años y quienes deben defender nuestros derechos miran para otro lado. ¿Por qué será?

 

Rogelio Manzano Rozas

 
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