Siempre que tenemos un episodio de intensas lluvias, como el que hemos tenido en marzo, y se producen desbordamientos de los ríos, inundaciones y daños materiales e incluso humanos, hay quienes apuntándose a eso de «a río revuelto ganancia de pescadores» levantan sus voces pidiendo la construcción de más embalses que regulen los ríos de la península. En general se trata de voces interesadas, que miran por su bolsillo, vinculadas al negocio de la obra pública, el hormigón o el regadío, o bien de voces desinformadas que repiten lo oído en bares y tertulias sobre la cuestión hidrológica. Lo cierto es que este país tiene el récord mundial de embalses y que nuestros ríos están excesivamente intervenidos, regulados, trasvasados, desviados y, en definitiva, explotados. Y por mucho que el ministro Arias Cañete se empeñe no necesitamos más hormigón armado en los ríos sino menos: como hemos visto nuevamente este año, cuando llueve en demasía las inundaciones, en muchos casos, se producen precisamente por los inevitables desembalses y es que no hay hormigón suficiente, ni recursos, para contener todas las aguas y regular todos los ríos de un país de clima mediterráneo sujeto a un muy cambiante régimen de lluvias, menos aún en un escenario de cambio climático que está haciendo cada vez más radicales las oscilaciones entre períodos lluviosos y secos. Lo que sí necesitan nuestros ríos es que se regulen las actividades humanas que les afectan y agreden; que se respeten los bosques y sotobosques de ribera; que no se invadan las zonas anegables (y que por tanto son, por ley, del dominio público) con viviendas y construcciones, con infraestructuras y cultivos; que se reforesten las cabeceras y se haga un trabajo integral contra la erosión y que se invierta más en prevención y extinción de incendios. Y tampoco les vendría mal a los ríos, y a la propia sociedad, que empezáramos a frenar drásticamente las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero. Otra de las perogrulladas que hay que escuchar en estos días es aquello de que los ríos hay que limpiarlos. No se refieren a la escandalosa contaminación que soportan más del 70 % de las aguas que discurren por este país, contaminación de origen urbano, industrial y agroganadero que literalmente les convierte en cloacas de nuestra civilización y que es urgente depurar y limpiar, sino que se refieren a la vegetación que crece en los cauces y orillas de los ríos y que pretenden que se retire para que «discurran bien las aguas». Estos aprendices de ingenieros añoran los tiempos en que cualquiera podía meterse en el cauce de un río con una excavadora y disponer a su antojo del patrimonio natural. Por desgracia no se han enterado todavía de que los ríos son ecosistemas fundamentales que se auto regulan, que se auto depuran, que evolucionan: unos ecosistemas vitales que estructuran los ciclos principales de la vida y la materia y que incluyen no solo los cauces de ríos y arroyos por donde discurren habitualmente, sino también los terrenos colindantes que en las periódicas avenidas quedan inundados, los bosques de cabecera, las aguas subterráneas, etc. Unos ecosistemas fluviales valiosísimos, pero frágiles, que hay que defender también de la ignorancia.
Cuando
escribía sobre estas cuestiones se conoció el fallecimiento del
escritor, economista y gran humanista José Luis Sampedro y he
recordado su novela El río que nos lleva (de la que se hizo también
una película) que transcurre en buena parte en la Alcarria, en
nuestro querido y maltratado Tajo por el que descendía todos los
años una maderada. Desde las serranías del Alto Tajo los gancheros
bajaban por el río «pastoreando» inmensos rebaños de troncos de
pinos hasta los aserraderos de Aranjuez. Utilizaban una vara larga
terminada en un gancho de metal para conducir los troncos y de ahí
su nombre. Sampedro relata precisamente la última maderada, justo
antes del cierre del embalse de Entrepeñas que hizo intransitable
el río e imposible ya este trabajo. Esta novela constituye todo un
homenaje a aquella profesión perdida, un canto a los paisajes de
estas duras tierras nuestras, una loa a los ríos y las personas
libres, e ilustra muy bien el absurdo de la prepotencia
desarrollista en que cayó la ingeniería hidráulica del franquismo y
los primeros años de democracia (hasta Riaño) y que algunos ahora
pretenden reivindicar. José Luis Sampedro nos enseñó, entre otras
muchas cosas, que la economía no puede trabajar contra la ecología,
que la sociedad no está al margen ni por encima de la naturaleza, y
que los límites de esta son infranqueables... José Luis se ha ido
pero está presente y nos acompaña con sus novelas, sus ensayos y
sus enseñanzas económicas, y su ejemplo de vida habita en la gente
de buena fe... al contrario que el ministro de Agricultura contra
el Medio Ambiente, que aún no se ha ido pero está como ausente y ya
nos sobra.
Fernando Llorente Arrebola: Gestor Ambiental