Revista 68
Número 68

Daños colaterales

 

Con la llegada de la primavera el campo vuelve a bullir de vida; las semillas durante el invierno dormidas despiertan de su letargo y miles de flores adornan el inmenso tapiz verde que cubre la tierra. Nos deleitamos con tanta belleza y nos gustaría que esta explosión de color y vida se prolongase durante todo el año. Sin embargo, la belleza es frágil y efímera.


Cualquiera que tenga cierta edad y que haya vivido en nuestra comarca desde hace algunos años se habrá dado cuenta de que las cosas están cambiando muy rápidamente. Cuando paseamos por los caminos los saltamontes ya no salen a nuestro paso, las libélulas no sobrevuelan las charcas y apenas quedan ranas en las maltrechas lagunas. Los cazadores se quejan de que apenas se ven liebres o perdices y muchas plantas en otro tiempo muy abundantes ahora son una rareza.


En este mundo todo, absolutamente todo, está relacionado. La acción más insignificante puede tener, a la larga, efectos catastróficos para todo el planeta. El ser humano, en su arrogante antropocentrismo, se ha creído el centro del universo; más aún, se ha creído su dueño.


Nos falta empatía con el mundo que nos rodea y queremos transformarlo a la medida de nuestras necesidades, sin importarnos los daños colaterales de nuestras acciones. Queremos que nuestros cultivos estén más limpios que una patena. Para ello usamos herbicidas que eliminan las «malas hierbas», pero también envenenan a los insectos y otros animales que se alimentan de ellas. A la vez condenamos a los depredadores que comen estos insectos y así sucesivamente.


Hace algunos años escribí un editorial en el que hablaba sobre el comportamiento mezquino de quienes destruyen los nidos de las golondrinas porque, según ellos, ensucian con sus nidos y excrementos. Seguramente estas personas tendrán su casa muy limpia porque toda su mierda va a parar a los ríos y el humo de sus coches y calderas va a la atmósfera. Pero ellos presumen de limpieza.


En este número hablamos del aguilucho cenizo, que junto con su primo el aguilucho pálido anida en los campos de cereal durante la primavera y el verano. Su vuelo, elegante y frágil, ha sido una de las señas de identidad de nuestros campos desde hace miles de años. Sin embargo, la mecanización de las labores agrícolas los está condenando a la extinción. No es culpa de los agricultores que, en la mayoría de los casos, extreman las precauciones para salvar los nidos y los polluelos. No obstante, las prisas y nuevos hábitos, como usar las cosechadoras durante la noche, están acabando con estas rapaces. Cuando ya no queden aguiluchos, los ratones y topillos arrasarán los cultivos y habrá que comprar a Monsanto nuevos venenos para mantener el campo limpio.       

                                 

Rogelio Manzano Rozas

 
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