Una de las obsesiones de nuestro tiempo es la velocidad, pero se tiende a olvidar las muchas consecuencias negativas de esta creciente y acelerada carrera en que hemos convertido la vida.
Cuando miramos al pasado nos
escandalizan, por bárbaras y primitivas, las culturas de
pueblos como el celta o el incaico que hacían sacrificios de
animales e incluso de humanos a sus dioses, pero la civilización
occidental sacrifica vidas, tiempo, recursos y hasta el clima en el
altar de esa diosa laica y vana que es la velocidad. Transportamos
demasiadas cosas, y gente, a distancias demasiado largas y a
velocidades muy altas. Esto supone un enorme coste energético,
económico y ecológico, un coste tan excesivo que ya nos está
pasando factura. La construcción y mantenimiento de la
infraestructura para el transporte (autovías, puertos,
aeropuertos...) implica un coste altísimo para la economía del
Estado y un impacto ambiental de máxima gravedad. El consumo
energético del transporte se eleva exponencialmente con el aumento
de la velocidad y es uno de los focos más importantes de emisiones
de CO2 y otros gases de efecto invernadero. Para que podamos
circular cada vez más rápido en trenes y coches hay que modificar,
alterar y destruir ecosistemas, compartimentando el territorio,
aislando poblaciones, ensuciando y afeando los paisajes. El
incremento de la velocidad lleva también aparejado el aumento de la
gravedad de los accidentes, como desgraciadamente ocurrió con las
79 víctimas del accidente ferroviario de Santiago. Esta patología
colectiva del culto a la velocidad es fomentada y transmitida por
los poderes públicos y los medios de comunicación ya que es muy
funcional para el capitalismo. Detrás de cada faraónica obra como
las de las autovías o líneas de AVE hay un conglomerado de grandes
empresas que amasan beneficios astronómicos (esos que les permiten
comprar y corromper a la clase política que concede las
licitaciones). Un ejemplo reciente de esta servidumbre de la
política para con la empresa privada son los 300 millones de euros
que se ha gastado este gobierno en el plan PIVE, se trata,
posiblemente, de una subvención encubierta a la industria
automovilística pero que nos venden como un modo de mantener
puestos de trabajo en el sector del automóvil... Esos mismos 300
millones invertidos en la ley de dependencia crearían muchos más
puestos de trabajo y paliarían en algo la crisis de cuidados en la
que estamos. La publicidad difunde mensajes de que el automóvil
privado es símbolo de madurez y nos hace libres, pero antes al
contrario el coche es más bien un juguete ciertamente infantiloide
que nos esclaviza al hacernos trabajar muchas más horas de las que
nos ahorra su empleo, horas de trabajo que necesitamos para pagar a
las automovilísticas, los seguros, las petroleras, impuestos, ITV,
multas, etc. Los denominados deportes de competición también
difunden, sobre todo entre los jóvenes, este culto a la velocidad y
la baja pasión por la victoria y la competitividad, promoviendo la
emulación de unos modelos de comportamiento bochornosos desde el
punto de vista ético y destructivos desde el punto de vista
ecológico. En otras esferas de la vida, como la cocina, también se
ha sufrido esta aceleración de los tiempos, y se ha generalizado la
comida precocinada y ese invento de dudosa salubridad que es el
microondas.
En justa reacción a toda esta ferocidad tecnológica que devora el
espacio público de las ciudades y pueblos, que esquilma recursos y
paisajes y que sacrifica vidas humanas (ya sea poco a poco,
haciéndonos trabajar horas y horas para el conglomerado, o de
golpe, en caso de colisión frontal) surge por todo el mundo el
movimiento slow (lento en inglés), restaurantes slow food con
comida artesanal de temporada, o el movimiento de las slow cities,
ciudades lentas cuyos habitantes se mueven en bicicleta, tranvía y
transporte público, emplean energías limpias y disponen de amplias
zonas verdes y huertos urbanos. O la creciente reivindicación del
uso de la bici en cada vez más ciudades, o de la peatonalización de
los cascos urbanos, etc. Pero slow es también el comercio y consumo
local que requiere menos transporte, o la agricultura ecológica que
no utiliza insumos lejanos y contribuye a enfriar el planeta; slow
es el autoabastecimiento energético (por la biomasa, solar,
minihidráulico), el ahorro, el reciclaje, el uso del transporte
público, el compartir el coche y el evitar hasta donde sea posible
el AVE y el avión; slow es reivindicar y usar el tren convencional,
boicotear a las marcas que financian el (deporte) del
motor... y así despacito y suavemente ir echando el freno y
cambiando el mundo.
Fernando Llorente Arrebola