Revista 71
Número 71

VELOCIDAD(O) Diosa Velocidad

 

Una de las obsesiones de nuestro tiempo es la velocidad, pero se tiende a olvidar las muchas consecuencias negativas de esta creciente y acelerada carrera en que hemos convertido la vida.

 

Cuando miramos al pasado nos escandalizan, por bárbaras y primitivas, las culturas de pueblos como el celta o el incaico que hacían sacrificios de animales e incluso de humanos a sus dioses, pero la civilización occidental sacrifica vidas, tiempo, recursos y hasta el clima en el altar de esa diosa laica y vana que es la velocidad. Transportamos demasiadas cosas, y gente, a distancias demasiado largas y a velocidades muy altas. Esto supone un enorme coste energético, económico y ecológico, un coste tan excesivo que ya nos está pasando factura. La construcción y mantenimiento de la infraestructura para el transporte (autovías, puertos, aeropuertos...) implica un coste altísimo para la economía del Estado y un impacto ambiental de máxima gravedad. El consumo energético del transporte se eleva exponencialmente con el aumento de la velocidad y es uno de los focos más importantes de emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero. Para que podamos circular cada vez más rápido en trenes y coches hay que modificar, alterar y destruir ecosistemas, compartimentando el territorio, aislando poblaciones, ensuciando y afeando los paisajes. El incremento de la velocidad lleva también aparejado el aumento de la gravedad de los accidentes, como desgraciadamente ocurrió con las 79 víctimas del accidente ferroviario de Santiago. Esta patología colectiva del culto a la velocidad es fomentada y transmitida por los poderes públicos y los medios de comunicación ya que es muy funcional para el capitalismo. Detrás de cada faraónica obra como las de las autovías o líneas de AVE hay un conglomerado de grandes empresas que amasan beneficios astronómicos (esos que les permiten comprar y corromper a la clase política que concede las licitaciones). Un ejemplo reciente de esta servidumbre de la política para con la empresa privada son los 300 millones de euros que se ha gastado este gobierno en el plan PIVE, se trata, posiblemente,  de una subvención encubierta a la industria automovilística pero que nos venden como un modo de mantener puestos de trabajo en el sector del automóvil... Esos mismos 300 millones invertidos en la ley de dependencia crearían muchos más puestos de trabajo y paliarían en algo la crisis de cuidados en la que estamos. La publicidad difunde mensajes de que el automóvil privado es símbolo de madurez y nos hace libres, pero antes al contrario el coche es más bien un juguete ciertamente infantiloide que nos esclaviza al hacernos trabajar muchas más horas de las que nos ahorra su empleo, horas de trabajo que necesitamos para pagar a las automovilísticas, los seguros, las petroleras, impuestos, ITV, multas, etc. Los denominados deportes de competición también difunden, sobre todo entre los jóvenes, este culto a la velocidad y la baja pasión por la victoria y la competitividad, promoviendo la emulación de unos modelos de comportamiento bochornosos desde el punto de vista ético y destructivos desde el punto de vista ecológico. En otras esferas de la vida, como la cocina, también se ha sufrido esta aceleración de los tiempos, y se ha generalizado la comida precocinada y ese invento de dudosa salubridad que es el microondas.
En justa reacción a toda esta ferocidad tecnológica que devora el espacio público de las ciudades y pueblos, que esquilma recursos y paisajes y que sacrifica vidas humanas (ya sea poco a poco, haciéndonos trabajar horas y horas para el conglomerado, o de golpe, en caso de colisión frontal) surge por todo el mundo el movimiento slow (lento en inglés), restaurantes slow food con comida artesanal de temporada, o el movimiento de las slow cities, ciudades lentas cuyos habitantes se mueven en bicicleta, tranvía y transporte público, emplean energías limpias y disponen de amplias zonas verdes y huertos urbanos. O la creciente reivindicación del uso de la bici en cada vez más ciudades, o de la peatonalización de los cascos urbanos, etc. Pero slow es también el comercio y consumo local que requiere menos transporte, o la agricultura ecológica que no utiliza insumos lejanos y contribuye a enfriar el planeta; slow es el autoabastecimiento energético (por la biomasa, solar, minihidráulico), el ahorro, el reciclaje, el uso del transporte público, el compartir el coche y el evitar hasta donde sea posible el AVE y el avión; slow es reivindicar y usar el tren convencional, boicotear a las marcas que financian el (deporte) del motor...  y así despacito y suavemente ir echando el freno y cambiando el mundo.

Fernando Llorente Arrebola

 
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