Un halo de misterio envuelve este bello y escondido paraje elegido a finales del siglo XVI por tres monjes carmelitas como lugar de retiro y trabajo. La belleza del paisaje tiene como contrapunto la dureza del terreno, agreste y salvaje. Hace casi 180 años que los últimos ermitaños abandonaron sus ermitas. Hoy, la vegetación ha devorado su legado.
El poblado carmelita del Desierto de Bolarque produce sentimientos encontrados. A la fascinación que produce el magnífico entorno natural se añade el halo de misterio que desprenden las ruinas del asentamiento carmelita, que contaba con un monasterio principal y más de 32 ermitas repartidas a lo largo de 3 km en la margen derecha del río Tajo. Sin embargo, es muy triste ver el estado de ruina de lo que fue un centro espiritual y cultural de gran importancia.
El Desierto de Bolarque fue habitado durante trescientos años por
una comunidad de monjes y ermitaños de la Orden del Carmelo. Estos
monjes se dedicaban a la vida contemplativa, a la meditación de las
Sagradas Escrituras y al trabajo.
Pese al estado de ruina en que se encuentran la totalidad de las
construcciones, abandonadas por los hombres y recuperadas por la
vegetación que poco a poco va horadando los muros con sus raíces,
todavía se aprecia el duro trabajo en las paredes que se levantan
entre rocas y pinos, y en las galerías que se hunden en la tierra.
Dentro de unos años la huella de los hombres se habrá borrado de
este lugar y su existencia no será más que una referencia en algún
libro de historia que alimente su leyenda.
En la actualidad, El Desierto de Bolarque es una propiedad privada
(de los excelentísimos señores duques de Pastrana) por lo que es
necesario pedir permiso en la finca de La Pinada y comenzar el
camino que parte desde allí. El Desierto de Bolarque es un lugar
aislado del mundo. No es fácil llegar hasta él. Se encuentra a
orillas del pantano de Bolarque, aunque el mejor camino para llegar
a pie parte de Sayatón, subiendo la ladera del monte que limita el
término por levante, y bajando por alguno de los barrancos (alguno
tan profundo y espectacular como el del Rubial) que van a morir al
Tajo. El camino es difícil de localizar, ya que la maleza ha
borrado su trazado en algunos tramos. Para los más cómodos existe
la posibilidad de llegar en barca, subiendo por las tranquilas
aguas del lago de Bolarque, y disfrutar de las espectaculares
vistas.
Paseando entre las ruinas descubrimos lo que antaño fue la
iglesia, el claustro, la biblioteca, las bodegas, los
impresionantes pasadizos que horadaban la totalidad del edificio
principal, el enorme aljibe subterráneo donde se recogía el agua de
lluvia, las terrazas donde se sembraban los huertos... Cuando
caminamos por la empinada ladera entre arbustos, rocas y enormes
pinos que yacen sobre el terreno formando anárquicas barricadas,
podemos descubrir algunas de las austeras ermitas levantadas con
grandes sacrificios por los sufridos ermitaños carmelitas. Pocos
son los que llegan hasta aquí, pero el esfuerzo merece la pena.
La historia del Desierto de Bolarque está recogida en el ameno
libro de Antonio Herrera Casado y Ángel Luis Toledano Ibarra, El
Desierto de Bolarque. El libro narra cómo allí se fraguó y se dio
vida a un nuevo modo de entender la religión, el anacoretismo
primitivo.
Su mejor cronista, el fraile carmelita fray Diego de Jesús María, escribió y publicó en 1651 un interesante libro en que narra la vida primitiva de esta institución. Nos habla de los esfuerzos que los frailes de Pastrana hicieron para poner en práctica el ideal de la Reforma: la vida contemplativa exclusiva, el eremitismo primitivo. Así, entre varios renovadores, se pusieron manos a la obra. El lugar lo eligió fray Ambrosio Mariano y lo compró por 80 ducados donados por un caballero genovés amigo suyo. Tres carmelitas comandados por fray Alonso de Jesús María se instalaron en la solitaria orilla del río Tajo, media legua arriba de la estrechez que formaba el río en la llamada Olla de Bolarque, y allí levantaron con ramas y piedras sus ermitas y una pequeña iglesia. Dijeron en ella la primera misa el 17 de agosto de 1592.
Poco a poco fueron llegando más frailes, muchas ayudas, el
entusiasta apoyo de buena parte de la aristocracia madrileña,
incluso el rey Felipe III visitó en 1610 aquellas soledades.
En los primeros años del s. XVII se construyó un enorme convento,
con una bonita iglesia, muchas capillas, un claustro, biblioteca y
dependencias múltiples. Y repartidas por la ladera estaban las
ermitas. Allí vivían aislados en oración permanente los frailes más
tenaces. Otros residían en el convento, dedicándose a la oración
pero también escribiendo. En Bolarque se fraguaron muchos de los
libros de espiritualidad de la Orden Carmelita reformada a lo largo
de los ss. XVII y XVIII.
En el s. XVIII el número de ermitas, levantadas con las donaciones
de aristócratas y burgueses, ascendió a 32 en cuyo interior se
guardaban numerosas obras de arte: retablos, pinturas, escudos y
ricos ornamentos que hicieron perder el propósito original de
pobreza y aislamiento del mundo.
La vida en el poblado carmelita era sencilla y monótona. El s.
XVII fue su época de esplendor, y durante el s. XVIII fue en
decadencia hasta desaparecer totalmente a principios del s. XIX. A
mediados del s. XVII vivían en Bolarque unos treinta frailes más
los legos y criados, sumando en total unos cincuenta
residentes.
Tan escondido está este misterioso lugar que durante la Guerra de
la Independencia, los franceses lo buscaron muchas veces para
saquearlo, pero nunca lo encontraron. Incluso corrió una leyenda
que contaba cómo, en varias ocasiones, tormentas repentinas y
nieblas que surgían del fondo del Tajo hicieron perder el camino a
las tropas napoleónicas.
En 1836 la Desamortización de Mendizábal forzó el abandono de este
lugar. En octubre de 1835 se decretó la supresión de las ordenes
monásticas; luego, en febrero de 1836 la exclaustración de sus
habitantes y finalmente en 1843 el poblado fue puesto a la venta en
estado ruinoso. El edificio principal fue adquirido por 14.100
reales por D. Juan Ortiz de Zárate. Los frailes se fueron,
exclaustrados. Algunos se quedaron a vivir en Sayatón, incluso se
casaron y todavía se puede encontrar allí a sus descendientes.
Dicen las leyendas que antes de partir los ermitaños escondieron
un gran tesoro por las brañas del monte. Lo cierto es que muchas de
las riquezas artísticas que encerraba Bolarque se llevaron a
Pastrana y hoy se pueden ver en su colegiata. Así ocurrió con la
talla del escultor barroco Salcillo de La Divina Pastora, o con el
óleo de Diricksen que representa a María Gasca, más algunos
retablos, reliquias y enterramientos con escudos.
Las ruinas del Desierto de Bolarque nos hablan del esplendor y la
decadencia, del trabajo inútil de una comunidad de ermitaños.