No hay ningún momento del año que
genere tantas expectativas, y a la vez tantas decepciones, como en
el verano. Desde niños hemos aprendido que el verano es la época
dorada del año: las vacaciones, la siesta, los amigos, la playa,
las fiestas… Sin embargo, a medida que vamos creciendo el aura que
envuelve los meses estivales se va diluyendo y nos sentimos
marginados de la felicidad de antaño.
Cada vez hay más personas que sienten el verano como un cúmulo de
frustraciones: los que se echaron una siesta de media hora y se
levantaron dos horas más tarde. Los que no quisieron tener hijos y
ahora tienen que aguantar a los del vecino. Los que huyeron al
pueblo buscando tranquilidad y se encontraron en su lugar de
destino las fiestas patronales. Los que nacieron toristas en vez de
taurinos. Los que salieron a tomar el sol y volvieron quemados. Los
que cogieron un tren y jamás regresaron. Los que fueron a ligar y
volvieron decepcionados. Los que esperaron a las golondrinas que
nunca llegaron. Los que llegaron al mar y no saben nadar. Los que
cogieron una patera buscando futuro y encontraron un muro. Los que
no tendrán síndrome postvacacional porque no se fueron de
vacaciones. Los que no disfrutaron de vacaciones porque están
parados. Aquellos a quienes les quedó alguna asignatura para
septiembre. Los perros abandonados. Los ancianos olvidados. Los que
buscaron el paraíso y encontraron pobreza. Los que quisieron
descansar y volvieron más cansados. Los que buscaron a sus amigos y
se dieron cuenta de que ya no tenían ninguno. Los que sembraron
melones y se los cosecharon los ladrones. Los que buscaron y no
encontraron la canción del verano. Los que salieron a ver la lluvia
de estrellas y no vieron ninguna...
Rogelio Manzano Rozas