Llega un momento en que los años ya no
pasan, te atropellan. Justo cuando nos estamos acostumbrando
a escribir correctamente el año en que vivimos o la edad que
tenemos, se acaban los meses del calendario. Hay personas a las que
apenas les da tiempo a pasar la hoja del mes de enero y ya tienen
que cambiar el almanaque.
El primer aviso llega cuando, un buen día, alguien, generalmente
algún niñato maleducado, te llama señor. Al principio te lo tomas a
broma, pero cuando la cajera del banco, el dependiente del
supermercado, o el empleado de la gasolinera te llaman de usted
empiezas a sospechar que algo anda mal.
Llega un momento en la vida en el que eres consciente de que los
años que te quedan por vivir son menos de los que ya has vivido y
piensas si acaso no has estado toda tu vida haciendo el tonto,
trabajando en algo que odias, conviviendo con una mujer a la que no
aguantas e hipotecándote la vida por unos hijos que, en cuanto
puedan, te van a meter en un asilo. Si el único que se alegra de
verte cuando llegas a casa después de un día de mierda es tu perro,
coge a tu mascota, vete a comprar tabaco y no vuelvas más.
De repente, un día te miras en el espejo y no te reconoces. ¿Quién
es ese calvo, gordo y con la frente llena de arrugas que te observa
con la mirada cansada? ¡Pero si ayer eras un chaval y hoy eres un
viejo! ¿Qué ha pasado en este corto espacio de tiempo? ¿Es posible
que ese breve lapso de tiempo sea la vida? De todas las cosas que
nos pasan en la vida, la vejez es la más inesperada.
Llega un momento en el que el cuerpo se empieza a descoser: los
ojos no dan ni para ver la hora, los dientes se te aflojan, el pelo
se te cae, la carne se vuelve flácida… y pequeños males se adueñan
del cuerpo; el reuma, la osteoporosis, el lumbago… y, si tienes
mala suerte, un cáncer. Y así, zurciendo rotos, pasamos
nuestros últimos años.
A menudo, no somos conscientes de que los viejos una vez fueron
niños y de que los niños, con suerte, algún día serán viejos. A
pesar de todo, lo peor no es hacerse mayores, sino echar de menos
la juventud.
Rogelio Manzano Rozas