Bujalcayado estuvo a punto de engrosar la lista de pueblos abandonados de Guadalajara. Durante muchos años solo una persona recorría sus maltrechas calles; sin embargo, desde hace poco tiempo, nuevos vecinos han venido a compartir la soledad de este páramo.
Dormido en una suave ladera y orientado al sur para aprovechar la luz y el calor del sol, se encuentra Bujalcayado, o lo que queda de él. Antes del éxodo de los años sesenta del siglo pasado unas 70 personas habitaban sus dieciocho viviendas. Su economía se basaba en la agricultura. Las tierras de Bujalcayado producían avena, cebada y trigo además de garbanzos y lentejas. También había algunos rebaños de ovejas que producían leche y lana y, por supuesto, corderos, muy apreciados por los carniceros de Sigüenza. En los meses de verano algunos vecinos trabajaban en las salinas del pueblo o en las del cercano municipio de Olmeda de Jadraque. Desde Bujalcayado se pueden ver ambas salinas al fondo del amplio valle; las de Bujalcayado cerraron en el año 1970, pero las de Olmeda todavía siguen funcionando.
Incluso en sus tiempos de esplendor, el pueblo dependía de los servicios de los pueblos cercanos. Así el cura venía a dar misa desde Olmeda de Jadraque, el médico acudía a pasar consulta desde Riosalido y el cartero venía de Sigüenza y en su ruta repartía la correspondencia en Carabias, Cirueches, La Olmeda y Bujalcayado. Al principio hacía su ruta a pie, luego a caballo y en los últimos tiempos en bicicleta. Para los asuntos administrativos los vecinos tenían que ir a Riosalido, Ayuntamiento al que pertenecían, y para moler el grano acudían con sus carros a la fábrica de los Ochovas, en Sigüenza, aunque otras veces iban al molino de Santamera.
Después de la siega llegaba el momento más esperado del año: las
fiestas patronales que se celebraban el 24 de agosto, día de San
Bartolomé, y duraban tres días. Se hacía una misa y una procesión,
encabezada por el cura montado en una mula al que seguía todo el
pueblo hasta la ermita de San Bartolomé (que distaba un kilómetro y
medio del pueblo y que actualmente está en ruinas). Se mataba un
cordero en estas fechas para consumir con los familiares venidos de
fuera y, por la tarde, en la amplia plaza se dejaba oír el acordeón
de Candidillo, músico que acudía desde el pueblo de Renales para
animar el baile.
Otra fiesta importante para los vecinos de Bujalcayado era Santa
Quiteria, que se celebraba el 22 de mayo. Después de la misa se
bendecían los campos desde la cruz de Rivilla y, finalmente, se le
regalaba una gallina al cura como mandaba la tradición.
La monotonía del pueblo quedaba rota cuando, en algunas ocasiones,
aparecían los titiriteros. Todos los vecinos acudían a la plaza
para ver las funciones de teatro y los juegos malabares, que
alegraban el ambiente y sacaban al pueblo de su rutina. Los
domingos y fiestas de guardar los vecinos pasaban sus ratos de ocio
echando una partida a las cartas o jugando al frontón en el muro de
la hoy ruinosa iglesia.
Para conseguir leña, los vecinos se veían obligados a ir hasta los
cercanos pueblos de El Atance, Cirueches o Carabias, ya que en el
término de Bujalcayado apenas había árboles.
De aquella época solo quedan los recuerdos, el pueblo se quedó
vacío y durante muchos años solo un vecino transitó sus calles.
Luis nunca quiso abandonar su casa y, durante los años de soledad,
se empeñó en que su chimenea siempre echase humo como testimonio de
que la vida todavía latía en Bujalcayado. En verano algunos
antiguos vecinos regresaban al pueblo buscando la tranquilidad, sin
embargo, los inviernos eran especialmente duros para vivirlos en
soledad, sin más compañía que sus perros y sus ovejas.
Desde hace un par de años se ha asentado en el pueblo un
matrimonio joven con una niña, que juega con las gallinas en la
plaza del pueblo junto a la fuente. También vive en el pueblo todo
el año una mujer joven que compró una casa en ruinas y, después de
restaurarla, se mudó buscando paz y tranquilidad.
El pueblo tiene luz eléctrica, pero no agua corriente. Los vecinos
acuden cada día a llenar sus garrafas a la fuente, fechada en 1910,
que hay en la plaza, por donde corren a sus anchas las gallinas y
los gallos mientras que un perro adormilado los observa por el
rabillo del ojo.
Caminar por las calles desiertas de Bujalcayado impresiona, uno
tiene la sensación de estar en un pueblo después de una batalla.
Sin embargo este lugar no conoció las bombas, ni siquiera la
destrucción intencionada del hombre; solo el tiempo y el abandono
han bastado para causar esta desolación.