Un grupo de jubilados de mi pueblo
comentaban en el mes de marzo, a la salida de misa, cómo había
cambiado el clima desde que ellos eran niños. Recordaban con
nostalgia cómo el arroyo tenía agua durante todo el verano y que en
invierno se formaba una capa tan gruesa de hielo que se podía
patinar sin problemas. Recordaban también el frio intenso que hacía
en la escuela y los sabañones en las orejas. Durante la
conversación apareció varias veces una expresión que no existía
cuando ellos iban a la escuela «Cambio climático». De hecho, la
mayoría de ellos hace poco tiempo que lo escucharon por primera vez
y nunca pensaron que sufrirían sus consecuencias.
Los que ya tenemos cierta edad echamos de menos a la primavera y al
otoño. Ya no hay esa transición entre el frio invierno y el
caluroso verano. Un día andas en camiseta y al siguiente tienes que
echar mano del abrigo, o al contrario. Desgraciadamente el
problema, y sus consecuencias, son bastante más graves que el
dilema de salir de casa con paraguas o con sombrilla.
Según los científicos, España será el país del mundo que más sufra
las consecuencias del cambio climático, no solo por su situación
geográfica, sino también por la escasa conciencia y sentido común
de la mayoría de sus habitantes y políticos. Entre los efectos más
inmediatos podemos citar los siguientes: Alteraciones en los
ecosistemas terrestres con riesgo de aumento de plagas. Reducción
de la productividad de las aguas marinas, y por tanto, de la pesca.
«Aridización» del sur del territorio. «Mediterraneización» del
norte del territorio. Pérdidas en la vegetación de alta montaña,
bosques caducifolios y la vegetación litoral. Reducción de la
riqueza de especies animales, actualmente la mayor de Europa. Mayor
virulencia de los parásitos. Aumento de especies invasoras.
Disminución de un 20 % del agua disponible hacia finales de siglo
XXI. Aumento de la desertificación por la pérdida de propiedades de
los suelos. Plagas y enfermedades forestales. Disminución de la
rentabilidad de las ganaderías. Aumento de una media de 50
centímetros del nivel del mar. Pérdida de playas, sobre todo en el
Cantábrico. Disminución de la estancia media de los turistas, con
las consiguientes pérdidas económicas. Aumento de la intensidad,
frecuencia y magnitud de los incendios. Aumento de la contaminación
del aire relacionada con las partículas y el ozono troposférico.
Extensión de la posibilidad de contagio de enfermedades
subtropicales.
Esta primavera ha sido la cuarta más calurosa de los últimos 45
años. Las temperaturas han sido 1,5 grados más altas que la media
en esta época y en el mes de mayo la temperatura ha sido 2,5 grados
superior a la media. Las precipitaciones han sido un 10 %
inferiores a otros años. No es que hayamos perdido la primavera y
el otoño, es que dentro de poco solo tendremos verano. La verdad es
que me llevan los demonios cuando escucho a la gente alegrarse del
«buen tiempo» y las bondades de bañarse en pleno mes de enero.
Aprovechen ahora que todavía hay playas porque en unos años debido
al calentamiento global el mar se las habrá tragado junto a los
apartamentos en primera línea y los chiringuitos. Por supuesto los
turistas habrán emigrado a países con un clima más «Mediterráneo»
como Noruega.
Rogelio Manzano Rozas