Revista 94
Número 94

El final del verano


Afortunadamente el otoño va anunciando su llegada. Jamás había tenido tantas ganas por dejar atrás un verano como este año. Las olas de calor, los incendios, las moscas, los problemas de salud, los niños dando por saco hasta altas horas en la plaza, las no vacaciones… y, como siempre, la guinda de las fiestas patronales para acabar de arreglar la temporada. Será que me estoy haciendo mayor pero, ya no siento el verano como esa época liberadora de antaño. Me gusta cuando todos los veraneantes se han ido y vuelven a estar puteados en el trabajo, cuando los niños no pueden ni pisar la calle de tantos deberes como les ponen, cuando las tardes son tan cortas que a los jubilados no les da tiempo a sacar la silla y organizar la tertulia en la calle, cuando los días son tan fríos que los desocupados emigran de los bancos y vuelan al bar o a la mesa camilla.

Me encanta el otoño; hasta que tuve alergia también me gustaba la primavera, pero los estornudos, los mocos y los ojos hinchados me hicieron perder el amor que sentía por ella. Sin embargo, del otoño me gusta todo: su quietud, su luz, pensar que queda un año hasta el próximo verano, su alfombra de hojas muertas... ¿Por qué las quitan de las calles? ¡Qué manía de tener todo más limpio que una patena!

Las fiestas patronales siempre han sido el punto final del verano. Más allá solo estaba la vuelta a la rutina. Antes, las fiestas eran la excusa para reparar todos los desperfectos que se habían producido en el pueblo durante el año. Había que dar buena imagen a los visitantes y salvar las apariencias. Se pintaban las fachadas, se tapaban los baches, se cambiaban las bombillas fundidas de las farolas, se barrían las calles y se arreglaban los jardines. No había presupuesto para pagar a otros, así que lo hacían los propios vecinos y, como colofón, entre todos se hacía la plaza de toros con los carros y remolques que cada casa aportaba. Los niños hacían banderitas con las hojas de revistas y periódicos viejos y las mujeres hacían zafarrancho de limpieza en sus casas. Estos preparativos constituían quizá la parte más importante de la fiesta, la que creaba vínculos entre los vecinos y reforzaba el sentimiento de pertenencia a una comunidad.

Todo esto hoy es historia, ya nadie se implica en los preparativos festivos y todo el trabajo lo hace el personal a sueldo del Ayuntamiento. Sí, esos mismos que a las siete de la mañana ya están metiendo bulla poniendo luces, banderitas, los hierros del encierro, etc. una semana antes y otra después de la fiesta. Pero cuando los días pintados de rojo han pasado y se retiran todos los adornos, ahí siguen las farolas rotas, los baches, las fachadas ajadas, las calles sin barrer y los jardines abandonados. Si todos los medios (personal, maquinaria, tiempo, etc.) que se emplean para esos días señalados se empleasen para algo realmente provechoso que mejorase la calidad de vida en nuestros pueblos habríamos dado el primer paso hacia el verdadero progreso.

Rogelio Manzano Rozas

 
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