Afortunadamente el otoño va anunciando su
llegada. Jamás había tenido tantas ganas por dejar atrás un
verano como este año. Las olas de calor, los incendios, las moscas,
los problemas de salud, los niños dando por saco hasta altas horas
en la plaza, las no vacaciones… y, como siempre, la guinda de las
fiestas patronales para acabar de arreglar la temporada. Será que
me estoy haciendo mayor pero, ya no siento el verano como esa época
liberadora de antaño. Me gusta cuando todos los veraneantes se han
ido y vuelven a estar puteados en el trabajo, cuando los niños no
pueden ni pisar la calle de tantos deberes como les ponen, cuando
las tardes son tan cortas que a los jubilados no les da tiempo a
sacar la silla y organizar la tertulia en la calle, cuando los días
son tan fríos que los desocupados emigran de los bancos y vuelan al
bar o a la mesa camilla.
Me encanta el otoño; hasta que tuve alergia también me gustaba la
primavera, pero los estornudos, los mocos y los ojos hinchados me
hicieron perder el amor que sentía por ella. Sin embargo, del otoño
me gusta todo: su quietud, su luz, pensar que queda un año hasta el
próximo verano, su alfombra de hojas muertas... ¿Por qué las quitan
de las calles? ¡Qué manía de tener todo más limpio que una
patena!
Las fiestas patronales siempre han sido el punto final del verano.
Más allá solo estaba la vuelta a la rutina. Antes, las fiestas eran
la excusa para reparar todos los desperfectos que se habían
producido en el pueblo durante el año. Había que dar buena imagen a
los visitantes y salvar las apariencias. Se pintaban las fachadas,
se tapaban los baches, se cambiaban las bombillas fundidas de las
farolas, se barrían las calles y se arreglaban los jardines. No
había presupuesto para pagar a otros, así que lo hacían los propios
vecinos y, como colofón, entre todos se hacía la plaza de toros con
los carros y remolques que cada casa aportaba. Los niños hacían
banderitas con las hojas de revistas y periódicos viejos y las
mujeres hacían zafarrancho de limpieza en sus casas. Estos
preparativos constituían quizá la parte más importante de la
fiesta, la que creaba vínculos entre los vecinos y reforzaba el
sentimiento de pertenencia a una comunidad.
Todo esto hoy es historia, ya nadie se implica en los preparativos
festivos y todo el trabajo lo hace el personal a sueldo del
Ayuntamiento. Sí, esos mismos que a las siete de la mañana ya están
metiendo bulla poniendo luces, banderitas, los hierros del
encierro, etc. una semana antes y otra después de la fiesta. Pero
cuando los días pintados de rojo han pasado y se retiran todos los
adornos, ahí siguen las farolas rotas, los baches, las fachadas
ajadas, las calles sin barrer y los jardines abandonados. Si todos
los medios (personal, maquinaria, tiempo, etc.) que se emplean para
esos días señalados se empleasen para algo realmente provechoso que
mejorase la calidad de vida en nuestros pueblos habríamos dado el
primer paso hacia el verdadero progreso.
Rogelio Manzano Rozas