Vivimos para conseguir cosas
materiales que rara vez nos darán la felicidad, pero que nos
definen. A veces, la finalidad del objeto queda en un segundo plano
frente al simbolismo que se ha otorgado al mismo. Un buen ejemplo
de esto son los automóviles: hay quien tiene un Seat Ibiza y quien
conduce un Mercedes o un Ferrari para marcar su estatus social o,
por lo menos, dar el pego. Otro ejemplo muy claro es el mundo de la
moda, donde cada marca tiene un público muy concreto que busca
proyectar una imagen de exclusividad.
Más allá de los objetos artísticos o religiosos, existen otros
cuyo valor material es difícil de cuantificar. Objetos heredados de
antepasados, regalos, trastos a los que la pátina del tiempo ha
concedido un aura especial, un valor sentimental que los hace
únicos. Siempre me han gustado los objetos antiguos. Me gusta
fantasear sobre qué manos habrán usado una herramienta, o sobre
quién, dónde y cuándo habrá llevado una prenda que ahora duerme en
mi armario. Antigüedades que sobrevivieron a sus dueños y fueron
pasando de mano en mano a lo largo de los años, piezas que marcaron
el carácter y las vidas de sus propietarios y su entorno.
Un ejemplo revelador del simbolismo de los objetos son las gafas.
El subconsciente colectivo las asocia con una persona instruida que
ha leído mucho, un intelectual. Muchos son los deportistas o
profesionales del mundo del espectáculo que llevan gafas a pesar de
que no las necesitan, solo porque les dan un aspecto más
"interesante", no importa que nunca hayan leído un libro. Lo
importante es parecer, no ser.
30 de junio de 1960, el Congo Belga accede a la independencia. Al
margen de cuatro licenciados universitarios, la nueva República
está casi totalmente desprovista de técnicos y profesionales. Entre
los dirigentes de los distintos movimientos nacionalistas, tras
haber comprobado que sus doctos interlocutores belgas, durante las
negociaciones para el traspaso de poderes, llevaban casi todos
gafas, se asocia el hecho de llevar gafas a la posesión del saber,
del poder, de la inteligencia. Encargan pues a las ópticas de
Bruselas gran cantidad de gafas. Ahora bien, la visión de los
jóvenes dirigentes congoleños es, por lo general, perfecta, así que
los ópticos les entregan gafas de cristal ordinario con monturas de
metal plateado, dorado o de plástico. En la primera sesión de la
Asamblea Nacional, un diputado se levanta y lee su discurso sin
gafas. El presidente le interrumpe: «El honorable diputado ha
olvidado ponerse las gafas». El diputado, confundido, se detiene,
registra sus bolsillos y se pone los anteojos. Luego prosigue su
lectura. Conclusión: para que un discurso político adquiriese plena
validez, era preciso que fuese leído a través de cristales rodeados
de metal.
Rogelio Manzano Rozas